Por: Francisco Ramos Aguirre
Aquella
mañana de noviembre de 1873, todo transcurría normal en el Rancho Allende de Antiguo Morelos. Después de ordeñar las vacas y
supervisar la cosecha de maíz; Eusebio Balderas, entró a la bodega donde
guardaba el algodón, y se detuvo estupefacto a la mitad de la habitación. Sus
ojos no daban crédito a lo sucedido. Inexplicablemente, y sin alguien de por medio,
los sacos de fibra, empezaron a trasladarse hacia el tejado de palma. Al
principio atribuyó dicho fenómeno a las ratas de campo. Horas más tarde, la
sorpresa fue mayúscula, cuando jorongos, almohadas, ropa y otros artículos
domésticos se movían de su lugar, sin presencia de los roedores.
Don
Eusebio avisó a su esposa Alejandra Cruz y después de analizar la situación,
atribuyeron la causa a los duendes o malos espíritus de la antigua casona. Para
ahuyentarlos, convocaron al resto de la familia a la modesta capilla instalada
del rancho. El propósito era ahuyentar las
fuerzas del mal, y por ello iniciaron un ritual de oraciones, jaculatorias,
velas encendidas, incienso y agua bendita. Al día siguiente, lejos de aminorar
la situación, los sucesos extraños continuaron con más fuerza.
A media tarde, doña Alejandra pasó gran
parte de la jornada, seleccionando algodón para hilar. Antes de dormirse,
colocó el producto de su trabajo y el malacate en un costurero. Al amanecer,
encontró el canasto vacío. Después de buscar la fibra durante una hora, encontró
el malacate en el tapanco. Junto a él, varios kilos de algodón hilado de
extraordinaria calidad y textura, como si se tratara de un trabajo realizado
por una máquina textil.
Cuando
las mujeres entraron a la cocina a preparar los alimentos, no localizaron en su
lugar las manos del metate, ni la piedra para moler la salsa picante. A las
pocas horas, salieron al campo, donde fueron localizados los implementos del
metate, no así la bola del molcajete envuelta en un trapo y colgada en el
tejado de la casa. Así, en el transcurso de los días, inexplicablemente
cambiaron de lugar: servilletas, almohadas, cobijas, ropa y otros artículos.
Ante tal situación, decidieron comunicarle dichos fenómenos al cura Jesús
Rodríguez de la parroquia de Antiguo Morelos.
El opinó sobre la presencia de
brujas, diablos y duendes en ese lugar.
Por tal motivo, dispuso bendecir y
lanzar algunos conjuros en la casa. Una noche, al entrar el clérigo a la
habitación más amplia, poseída por los malos espíritus; Eulogia Balderas, hija
de Eusebia, se quitó el reboso ante la presencia y lo colocó en una grada.
Minutos más tarde la familia y el sacerdote, se percataron que había
desaparecido. Entonces lo buscaron infructuosamente por varias horas. Como
último recurso, abrieron con una llave la cerradura de un viejo baúl y sacaron
la ropa, pieza por pieza. En el fondo, estaba el rebozo, cuidadosamente
doblado. Al desplegarlo, se fragmentó en cuatro tiras, perfectamente cortadas
con tijeras.
Éstos y otros extraños fenómenos,
continuaron presentándose varios días. Otras veces, ante la vista de familiares
y vecinos, flotaban en el aire: metates y costales de sal que luego se
derramaban en el suelo. Cierta ocasión, las jóvenes Plácida y Anacleta,
extrajeron de la noria dos cubetas de agua, y en trayecto, las correas que las
sostenían se desataron. Ambas mujeres fueron sujetadas y arrastradas varios metros por la reata. En tanto, en
presencia de algunos testigos, manos
invisibles accionaron unas tijeras y cortaron las trenzas a la misma Anacleta.
Igual sucedió a Lucía de cinco años, a quien despojaron de sus trencitas. Otras
veces, aquellos seres invisibles lanzaban piedras, sin que les causaran daño.
Los Balderas acudieron nuevamente al
presbítero de Morelos, quien les recomendó consultaran a Ramón Lozano, un ex
sacerdote que vivía en la Hacienda del
Tigre. “Esto no tiene ninguna semejanza con diablos, brujas o duendes. No
crean en eso, sino en un Dios todo poderoso.” Les dijo, mientras se declaraba
incompetente para descifrar los raros acontecimientos. En cambio les entregaba
una carta dirigida a un espiritista de la Villa de Quintero.
Desesperado, antes de regresar a su
terruño, Balderas visitó algunos amigos en Ocampo y les platicó sus inquietudes
en busca de un consejo. Unos se inclinaban por los diablos, otros afirmaban que
eran duendes traviesos; mientras las mujeres atribuían los males a las brujas.
Cuestión de fe o casualidad; después de
acudir con el brujo de Quintero y acatar sus recomendaciones al pie de la
letra; increíblemente los misteriosos
acontecimientos se suspendieron de la noche a la mañana. A partir de ese
momento, la tranquilidad reinó de nuevo en la casa de aquella familia.
(Basada en una nota del periódico El Radical, México, D.F,
22 de marzo de 1874, p. 1)
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